Si alguien se preguntaba cómo pueden aparecer de golpe tantos festivales de murales, la explicación es sencilla: es totalmente habitual que los artistas no cobren ningún dinero por su trabajo. El actual circuito de murales está basado en la explotación laboral extrema.

En los últimos pocos años esto está cambiando, pero las cifras que se pagan son a menudo ridículas. Como comentaba hace unos días Fernando Figueroa en su muro de Facebook, el muralista artístico suele cobrar (cuando cobra algo) una fracción de lo que cobraría una empresa por pintar esa misma fachada de blanco. El resto de condiciones laborales necesarias (seguros, formación para el uso de grúas) suele ser pasadas por alto también.

Como comenta también Fernando, trabajar sin cobrar es muy habitual en todos los campos de la cultura. Pero en el circuito de festivales de murales incluso primeras figuras aceptan de forma rutinaria – o han aceptado hasta hace poco – encargos no pagados. Algunos artistas usan la visibilidad de los murales para vender obra directamente a coleccionistas, otros malviven. Y los beneficios generados por los murales son recogidos por ayuntamientos, inmobiliarias, hosteleros y gestores culturales.

Hace unos días se publicó un artículo sobre esta problemática. El texto es la segunda entrega de la colección de artículos online Ensayos urbanos, publicada por la asociación tarraconense Polígon cultural. Una iniciativa que promete contribuir de forma valiosa a llenar el vacío de textos teóricos en castellano sobre el campo de encuentro entre graffiti, arte urbano y arte público.