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Graffiti o arte urbano: Julio 204 y Daniel Buren en 1968

Javier Abarca, 6 de octubre de 2008

Aunque graffiti y arte urbano son juegos distintos, con distintos practicantes y audiencias, ambos son a menudo percibidos por el público general como una única cosa. Este texto se acerca a los casos más tempranos de ambas corrientes para indagar en los aspectos que las definen y separan, y ofrece además un breve acercamiento al trabajo ilegal de calle con que arrancó la carrera del francés Daniel Buren.

Hace poco recibía en el correo el libro Golden Boy as Anthony Cool, editado en Nueva York en 1972. Es un pequeño estudio de los grafitos infantiles de los barrios obreros de Nueva York escrito en el preciso momento en que estos comenzaban a tomar la forma que acabaría dando lugar a la cultura neoyorquina del graffiti, la que está ahora presente en todo el mundo.

Efectivamente, esta cultura comenzó como una versión sistematizada de los grafitos infantiles, la inmemorial costumbre por la que niños y adolescentes escriben sus nombres, sus filias y sus fobias, en ciertas paredes libres de control parental. Durante la segunda mitad de los sesenta esta tradición se comenzó a practicar con una intensidad sin precedentes entre los niños y adolescentes de Philadelphia y Nueva York, ayudada por la reciente aparición de los rotuladores permanentes y la pintura en aerosol, y como reflejo de distintas formas de escritura pública que abundaban allí entonces: las pintadas políticas, el graffiti territorial de las bandas callejeras, y, por supuesto, la publicidad exterior.

Goldenboy

Herbert Kohl: Golden boy as Anthony Cool. The Dial Press, Nueva York, 1972.

En la primavera de 1968, Julio 204 llevó a cabo el primer caso notorio de propagación de un nombre por todo un barrio. Otros, inspirados por su ejemplo, comenzaron a ir más allá. Cuando el nombre se empieza a escribir fuera de los confines del propio barrio es cuando aparece el graffiti como lo conocemos ahora.

Es el concepto all city, llegar a toda la ciudad, la idea central del fenómeno que acabaría cubriendo de nombres el paisaje de Nueva York. El metro no tardó en convertirse en el objetivo preferido: sobre el exterior del vagón, a lo largo de los pasos elevados que cruzan los barrios, los nombres se paseaban, a la vista de miles de ojos, de un extremo a otro de la ciudad. A partir de 1971 se produjo la explosión del fenómeno.

Enseguida fueron miles los que competían por la visibilidad, por aparecer más veces que los demás, por hacerse ver más. La necesidad de hacer visible el nombre en un espacio saturado provocó, por un lado, una progresiva estilización de las firmas, que pronto serían ilegibles para el lego, y, por otro, el aumento de escala que las llevaría de modestas inscripciones a enormes rótulos multicolores del tamaño de un vagón.

En pocos años se generó una cultura compleja, y para 1973 ya estaban establecidos casi todos los cánones estilísticos y metodológicos que definen el graffiti tal como se sigue practicando hoy tanto en Nueva York como en el resto del mundo, a donde se exportó de forma literal. El juego del graffiti tiene unas reglas perfectamente definidas y de evolución muy lenta. El objetivo es conseguir el respeto de los demás practicantes, y para ello hay que aparecer más veces que los demás, en lugares más arriesgados y visibles, y demostrando mejor estilo.

El concepto de estilo es especialmente importante. Más allá de las habilidades caligráficas o pictóricas, el estilo se refiere a la frescura y personalidad con que se interpreta el estrecho vocabulario gráfico del graffiti. También la metodología está sujeta a normas, desde la obtención de los materiales hasta la elección de los soportes. Aunque pudiera parecer lo contrario, el graffiti es una cultura conservadora, centrada en la reproducción de sus tradiciones, en la que la creatividad se aprecia sólo dentro de un orden.

Los resultante es un juego en el cual el viandante no es en absoluto tenido en cuenta como audiencia. El graffiti es un código cerrado, dirigido a un público especializado. Sólo los escritores –como se llaman a sí mismos quienes practican el graffiti– pueden apreciar los méritos y matices del trabajo de otro escritor, desde su estilo a su metodología.

Este es el límite entre graffiti y arte urbano: el arte urbano es un juego en el que viandante está invitado a participar

Esta es la idea que dibuja el límite entre el graffiti y el arte urbano: el arte urbano es un juego en el que viandante está invitado a participar. Un par de ejemplos de los que hemos hablado son Invader y Eltono, dos artistas que también juegan a hacerse ver por toda la ciudad, pero de una forma que todos podemos entender. Lo que repiten no es un nombre ilegible sino un motivo gráfico reconocible, con el que cualquier viandante se puede identificar.

El impulso de hacerse ver no responde en este caso a una competitividad interna entre artistas. Forma parte, en cambio, de la relación entre artista y espectador que constituye la experiencia estética de esta forma de arte: el artista reproduce su imagen, y el espectador se sorprende en cada encuentro, y aprecia el modo en que el trabajo responde a cada localización. Este juego crea un vínculo entre las dos partes, una rara forma de relación íntima que sucede en el espacio público, que se desarrolla en el tiempo, y que permite a ambos construir una percepción subjetiva del entorno diferente a la impuesta por la sociedad.

La mayoría del arte urbano, tanto de la escena de los ochenta como de la actual, responde a este esquema, tomado del graffiti, y que el graffiti tomó a su vez de la publicidad: proyectos basados en la repetición de cierta identidad gráfica reconocible, formados por obras encadenadas que cobran su pleno sentido cuando son consideradas en conjunto. En contraste, una minoría de obras en la escena del arte urbano prescinden del uso de la identidad, y toman la forma de intervenciones anónimas, basadas ante todo en las particularidades de un contexto concreto, como es el caso del tipo de actuación que caracteriza a Brad Downey o SpY.

La fórmula de la repetición y la identidad tiene raíces en la publicidad, el diseño gráfico y formas de cultura popular como el punk, el skate o la contrapublicidad, pero todo se puede considerar heredera directa de la imparable corriente cultural del graffiti, una forma de graffiti adaptada para todos los públicos. Sin embargo, la línea genealógica de esta forma de arte es tan antigua como la del graffiti. En la primavera de 1968, mientras los seguidores de Julio 204 inauguraban en Nueva York el graffiti moderno, surgía en París un experimento completamente maduro basado en la repetición de una identidad.

Daniel Buren (1938) era en 1966 un pintor que, después de varios años reduciendo progresivamente su vocabulario gráfico, había acabado limitándose a usar en sus cuadros la tradicional tela bicolor de los toldos franceses. Desde entonces, toda su existosísima carrera artística ha consistido en la repetición del motivo de las franjas verticales.

El comienzo de su popularidad vino de la mano de sus actuaciones en la calle, para las que abandonó el uso de la tela tradicional en favor de impresiones sobre papel que reproducían las franjas con su ancho original de 8,7 centímetros. A comienzos de 1968 comenzó a llevar su icono personal a los espacios públicos, tanto en las espaldas de hombres-anuncio como en las primeras instalaciones ilegales sobre soportes publicitarios y otras superficies a pie de calle, a las que el artista se refiere como auffichages sauvages (pegadas salvajes).

En 1969 llamó la atención cuando, tras no ser admitida su participación en la exposición colectiva When attitudes become form en Berna, Suiza, ejecutó una serie de instalaciones sin permiso en los alrededores del museo. A partir de entonces, y durante varios años, utilizó las franjas, que él llama su outil visuel (herramienta visual), como icono en una campaña que llevó tan lejos como Nueva York o Tokio. Su página web incluye varias series similares a la de Berna, por ejemplo You are invited to read this as a guide to what can be seen – Affichages sauvages (1970),  Cinq Travaux dans Paris – Affichages sauvages (1971) o los Affichages sauvages para la X Bienal de Tokio (1970).

A la manera de muchos artistas actuales, su trabajo ilegal en ciertas ciudades ocurría como consecuencia, o incluso como parte, de su participación en una exposición en el lugar. De este modo las actividades legal e ilegal se retroalimentan, en un esquema que se ha repetido a menudo en la escena actual: la actividad legal paga el viaje –y las posibles multas– y la ilegal sirve de promoción, de una forma que podría ser entendida como simple y llana publicidad de guerrilla. Esta soltura a la hora de compaginar facetas legales e ilegales, sumada a la vocación internacional y el uso de copias impresas, hacen que el arte urbano de Buren resulte increíblemente contemporáneo.

Pero Buren no es el primer caso histórico de esta forma de arte urbano. Otro francés, Gérard Zlotykamien (1940), comenzó a experimentar con sus icónicas siluetas humanas en 1963, y no dejaría de utilizarlas hasta cuarenta años después. Tampoco los seguidores de Julio 204 fueron los primeros en escribir su nombre por toda su ciudad, el primer caso se remonta al menos a 1959 en Filadelfia. Graffiti y arte urbano no son en realidad padre e hijo, son más bien hermanos, ambos nacidos durante los turbulentos años sesenta como respuesta al monólogo corporativo de la sociedad del espectáculo.