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La historia del graffiti sobre trenes en Madrid

Javier Abarca, 5 de julio de 2011

La fuerte corriente de graffiti autóctono, con orígenes en el punk, que dominó Madrid en la década de 1980, retrasó la adopción en la capital de la cultura del graffiti sobre trenes. Solo a partir de los noventa surgió una escena que, aunque secundaria en el panorama internacional, ha dado lugar a comportamientos extremos, como la pintura de trenes mediante su secuestro en plena circulación, o la publicación de vídeos que registran enfrentamientos violentos con los guardias de seguridad.

A principios de los ochenta aparecieron las primeras muestras de graffiti en Madrid. Surgieron dos corrientes muy diferentes, que convivieron hasta el final de la década: en toda la capital, y en la mayoría de pueblos periféricos, el graffiti siguió un modelo local, en lo que se llamó graffiti autóctono madrileño o graffiti flechero, liderado por el pionero Muelle. En Móstoles y Alcorcón –ciudades satélite obreras del sur– predominó en cambio el graffiti en la tradición neoyorquina, el que hoy está presente en todo el mundo.

Surgido a partir del graffiti punk, el graffiti autóctono madrileño se desarrolló de forma independiente, sin apenas conocimiento de la existencia del graffiti de Nueva York. Su lenguaje formal, muy diferente al de la tradición neoyorquina, estaba centrado en la firma, concebida como un logotipo que se repite siempre con idéntica forma. También eran muy diferentes sus principios éticos y metodológicos, códigos que generó el propio Muelle y que, vistos ahora, resultan casi románticos: Muelle evitaba actuar sobre superficies que hubieran de ser limpiadas, y acabó especializándose en muros temporales de obra y las vallas publicitarias de los andenes del metro.

Los principales escritores de graffiti de su escuela actuaban de forma parecida, hasta el punto de que los anuncios del metro se convirtieron durante los últimos años de la escena en los soportes estrella, fuertemente disputados, sobre todo cada vez que la empresa responsable los cubría con papelones azules entre una y otra campaña publicitaria. Pero, a pesar de la abundancia de graffiti en la calle y en los anuncios de los andenes, el resto de paredes del metro se utilizaban mucho menos, y los vagones, tanto en su interior como en su exterior, eran sencillamente ignorados como soporte.

A diferencia de la mayoría de cocheras madrileñas, grandes y apartadas, la de Empalme es muy pequeña y está encajada en un barrio.

La excepción a esta norma tuvo lugar en Campamento y Aluche, barrios obreros del sur de la capital. A partir de 1987 algunos escritores autóctonos de la zona comenzaron a realizar incursiones en la cochera de metro de Empalme para firmar con rotuladores sobre los vagones. No fue un reflejo del fenómeno neoyorquino, la intención era simplemente explotar las posibilidades que los trenes ofrecían para dejar ver las firmas por la ciudad. A diferencia de la mayoría de cocheras madrileñas, grandes y apartadas, la de Empalme es muy pequeña y está encajada en un barrio, de modo que la accesibilidad de los vagones atrajo a los escritores de forma natural. Tras unas primeras y tímidas visitas, al final de 1988 toda una generación de jóvenes escritores autóctonos de la zona se infiltraba constantemente en la cochera exclusivamente a firmar, y los vagones de la línea 10 del metro circularon durante meses completamente cubiertos de firmas en el interior y el exterior.

Poco antes, en el verano de ese año, uno de los más activos escritores autóctonos, Jojass Punk –que acababa de cambiar su nombre a Alien–, había llevado a cabo experimentos de piezas sobre los exteriores de los vagones del metro, con pintura plástica para el relleno y aerosol para los contornos. Pero el momento culminante en la breve relación del graffiti autóctono con los trenes tuvo lugar esa navidad, cuando un grupo de cabecillas de la escena –Glub, Rafita, Tifón, Tito7, Homoi, Abs y Alien– entraron en la cochera de Empalme para ejecutar una serie de vagones enteros, los primeros en Madrid, utilizando también pintura plástica y rodillos. La incursión fue inspirada, ahora sí, por el graffiti neoyorquino, con el cual habían tenido contacto tras la emisión de Style wars en Televisión Española. Sin embargo, el convoy no circuló, y el experimento no fue más allá. Para los escritores autóctonos el verdadero terreno de juego estaba en la calle y en los andenes del metro, donde sus firmas eran vistas a diario por miles de personas.

La vida del graffiti autóctono madrileño fue breve. Si las primeras y primitivas firmas de Muelle surgieron en 1982, y no fue hasta 1985 que se creara una verdadera escena de escritores tras sus pasos, ya en 1989 el inexorable avance de la cultura neoyorquina estaba haciendo desaparecer la tradición local, y en las dos siguientes décadas solo un puñado de escritores aislados han mantenido la llama. La nueva concepción del graffiti se propagó desde sus bastiones tradicionales en Móstoles y Alcorcón de la mano de la Quick Silver Crew (QSC), compuesta por escritores de esa zona y del cercano barrio madrileño de Campamento.

En 1988, las firmas de los miembros de QSC Ardi y AGS (el actual Sems/Pocho), ejecutadas en un estilo nunca antes visto en la capital, se convirtieron en una verdadera plaga, que no solo invadía los anuncios del metro sino también los pasillos y el interior de los trenes. Tras una primera pieza sobre un vagón aparcado en Empalme que AGS pintara en 1987, fue durante los dos siguientes años cuando Kool, Seone y otros miembros del grupo exploraron por primera vez diferentes cocheras del metro y produjeron grandes piezas a menudo rellenas, cómo no, a base de rodillo.

QSC no estaba sino poniendo en práctica el complejo conjunto de estilos gráficos y códigos metodológicos del graffiti neoyorquino, una cultura creada en el metro de Nueva York entre 1971 y 1973. Dos parámetros de esta cultura la diferencian del graffiti madrileño: por un lado, se espera del escritor una búsqueda constante de innovaciones estilísticas en sus firmas y pintadas. Por otro, el soporte favorito son los trenes. En los primeros ochenta esta tradición se extendió a la mayoría de países occidentales como parte del paquete del hip hop, un concepto construido por los medios de comunicación aglutinando tres culturas –que hasta ese momento se habían desarrollado de forma paralela– creadas por los jóvenes de los barrios deprimidos de la gran manzana: el graffiti, el break-dance y la cultura musical del DJ y el rap.

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Un vagón del metro de Madrid alrededor de 1992.

Los vehículos de exportación internacional del graffiti neoyorquino fueron diversos: grupos de bailarines de break-dance que incluían en sus giras fondos de escenario pintados en estilo graffiti, exposiciones en Europa de escritores de graffiti convertidos en pintores de galería, películas como Wild style y Beat street, que ofrecían versiones dramatizadas más o menos creíbles de la vida cultural del gueto, pero sobre todo un par de trabajos documentales: la mencionada película Style wars y el libro Subway art. Ambos obra de fotógrafos dedicados y serios, ofrecían un retrato completo y fiel de la cultura del graffiti neoyorquino, y se convirtieron en la biblia de miles de adolescentes de todo el mundo, que reprodujeron el fenómeno en sus ciudades de forma literal.

Madrid no estuvo entre las primeras capitales europeas en abrazar la cultura. Si en Ámsterdam, una ciudad siempre abierta a los influjos culturales exteriores, ya en 1984 el graffiti neoyorquino había sido adoptado mayoritariamente hasta hacer desaparecer el autóctono, la tradicional impermeabilidad cultural madrileña –más acusada aún en aquellos años del postfranquismo– retrasó la asimilación de la nueva cultura en la capital española hasta el cambio de década. Para entonces, en ciudades como Estocolmo o Dortmund existían ya grupos muy activos de escritores especializados en la escritura sobre trenes, se habían pintado multitud de vagones enteros, y las incursiones internacionales de escritores de trenes comenzaban a ser habituales.

En el área de Madrid, solo Móstoles y Alcorcón –entonces con una población joven muy numerosa y especialmente sensible a las tendencias subculturales– habían adoptado la cultura neoyorquina, ya a mediados de los ochenta. Durante esos años habían tenido lugar los más tempranos casos de graffiti sobre trenes en la provincia, de ejecución aún muy burda, en la línea de tren interurbano que une el área con la capital. En el sistema de metro madrileño, más allá de los experimentos de los escritores autóctonos, sólo QSC se dedicó durante los ochenta a la producción de piezas sobre vagones.

Sin embargo, a partir de 1989, muchos escritores de la capital que, como yo, se habían educado imitando a Muelle, comenzaron a tener contacto con la cultura neoyorquina y, en poco tiempo, los nuevos conceptos calaron en la escena autóctona. Si algo tenía la nueva fórmula eso era, sin duda, la promesa de mucha más diversión. El graffiti autóctono, más allá de sus innegables valores culturales, resultaba para el escritor un ejercicio repetitivo que dejaba poco espacio a la creatividad. El esquema neoyorquino permitía, en cambio, una infinita variación y búsqueda de soluciones formales, y ofrecía además un nuevo terreno de juego extremadamente atractivo, una verdadera aventura urbana: los túneles y cocheras del metro.

Una noche de 1989 los QSC me iniciaron en la nueva cultura en una incursión en la cochera de Canillejas. Poco después, con el testigo intergeneracional en la mano, agrupé a los escasos nuevos escritores activos en los trenes para formar PTV, el grupo que lideraría a partir de 1990 la primera escena del metro de Madrid. Una escena compuesta mayoritariamente por escritores que habían practicado el graffiti en la escuela autóctona durante años. Más allá de seguir directamente el ejemplo neoyorquino, la escena surgió como reflejo de las maduras escenas de trenes de Holanda, Alemania o Suecia, retratadas por entonces en los primeros fanzines en blanco y negro. En los siguientes tres años el fenómeno se desarrolló con fuerza a lo largo y ancho de la capital, los escritores descubrieron y explotaron uno tras otro los apartaderos y cocheras de todas las líneas y, durante un tiempo, la vehemencia de la escena llegó a sobrepasar la capacidad de reacción del sistema de metro, de forma que las piezas sobre vagones circulaban sin ser borradas durante semanas.

Para cierto sector de escritores el enfrentamiento con los guardias jurados se convirtió en un fin en sí mismo.

También sucedieron entonces los primeros contactos entre escritores de trenes madrileños y europeos. En 1990 el alemán Loomit pintó un vagón entero en la cochera de Canillejas, y poco después llegó el primer grupo de escritores escandinavos, que incluyó al muy influyente Due (Nug), parte de los primeros VIM. De ese contacto surgieron enseguida los primeros viajes de escritores de trenes de Madrid –yo mismo y otros miembros de PTV– a Europa central y Escandinavia.

En 1993 hubo un acusado parón en la actividad, y la mayor parte de escritores de trenes se retiraron del juego. Esto tuvo dos causas principales: por un lado, la compañía aceleró el proceso de borrado, y las piezas dejaron de circular. Por otro, la generalización de la música electrónica de baile y el éxtasis desvió gran parte de la energía de la escena. No mucho después, sucesivas generaciones fueron tomando el relevo mientras, a lo largo de la década, la realidad del graffiti sobre los vagones de metro cambiaba poco a poco. Lo que comenzara siendo una travesura adolescente relativamente fácil fue transformándose en lo que es hoy, algo mucho más parecido a una guerra de comandos: misiones programadas al minuto, cámaras de vigilancia, vallas cortantes como cuchillas y vigilantes que pegan palizas. Lo que fuera una actividad basada en la discrección es ahora, en ocasiones, un ejercicio de agresividad e incluso violencia. Este giro es visible en la mundialmente conocida táctica del palancazo madrileño: en el andén de una estación, un grupo de escritores acciona la palanca de emergencia de un convoy en servicio y lo secuestra literalmente durante los escasos minutos que toma cubrir de pintura uno o más vagones, mientras los trabajadores y vigilantes, estupefactos, se ven obligados a observarlo todo, impotentes ante la superioridad numérica de los escritores.

Esta táctica, cuyo origen se remonta a la segunda mitad de los noventa, se desarrolló a partir de la costumbre de pintar vagones en circulación aprovechando las ocasiones en que estos permanecen brevemente detenidos en determinadas estaciones. Tales pausas forman parte del funcionamiento del metro y son conocidas por los escritores, que estudian atentamente la programación del sistema. Sin embargo, los contados minutos de lapso no permiten siempre acabar las obras, circunstancia que llevó a algunos escritores a decidir esperar a que el convoy pasara de nuevo para, tras detenerlo con el freno de emergencia, saltar a las vías y finalizar rápidamente el trabajo. Pronto resultó evidente que el mecanismo podía llevarse mucho más lejos. El palancazo es la aportación de Madrid a la cultura global del graffiti sobre trenes, y hoy se practica en todo el mundo.

Para cierto sector de escritores, crecidos por el éxito de estas tácticas y por la posibilidad de registrarlas en vídeo, el enfrentamiento con los guardias jurados se convirtió en un fin en sí mismo. Esto, por un lado, ha causado el endurecimiento de los métodos de los vigilantes, y, por otro, ha convertido el graffiti sobre trenes en un juego que atrae a perfiles cada vez más duros. Si a todo esto añadimos un graffiti de calle cada año más prolífico, inescrupuloso y brutal, entendemos por qué Madrid se ha convertido en una referencia mundial en la parte menos vendible del graffiti.

Otros factores contribuyen a que la actual escena madrileña de graffiti sobre trenes tenga poco que ver con la de los primeros noventa. Desde mediados de esa década los vagones pintados no circulan o lo hacen muy brevemente, y los escritores –como en la mayoría de casos en todo el mundo– los pintan con el único fin de obtener documentación gráfica en forma de fotografías o vídeos, que son luego publicados en medios especializados. La creciente dificultad de las visitas al metro ha hecho que gran parte de la energía se enfoque en los trenes interurbanos, y desde hace quince años una misión de escritores de trenes toma a menudo la forma de un largo viaje en coche, de cada vez más horas, en busca del siguiente apartadero rural desatendido. Los contactos e incursiones internacionales son hoy rutinarios, y cualquier escritor con ambición ha recorrido Europa antes de cumplir los veinte años. Y el creciente mercado de aerosoles especializados, nacido en 1994 con la revolucionaria iniciativa de la empresa catalana Montana, posibilita una actuación cada vez más veloz y salvaje, que transforma los tremendamente ineficientes aerosoles de antaño y el rodillo –entonces la única herramienta que permitía cierta velocidad en las cocheras– en anécdotas del pasado.

En la escala nacional e internacional, los medios de comunicación especializados han convertido definitivamente lo que fuera un conjunto de escenas locales en una única y gran escena global. Si ya en los noventa los fanzines posibilitaron la interconexión de la cultura a lo largo de Europa, ahora internet la hace llegar a todos los continentes y la homogeneiza hasta el extremo. Hoy Madrid es, como cualquier otra ciudad europea, parte de esa escena mundial estrechamente unida y aparentemente imparable del graffiti sobre trenes.

Versión corregida del artículo publicado originalmente como prólogo del libro Madrid revolution (2011).