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SpY no es un artista urbano

Javier Abarca, 2 de junio de 2008

El madrileño SpY es una de las principales referencias internacionales en la minoritaria vertiente contextual del arte urbano. Sus intervenciones toman forma de juegos de palabras visuales, con una alta capacidad de impacto, y siempre cuidadosamente registrados en fotografía. Artista autodidacta, SpY fue uno de los líderes de la escena española del graffiti de los noventa.

La sutileza no es algo a lo que la actual escena del arte urbano nos tenga acostumbrados. Si una respuesta a la implacable agresión publicitaria es esgrimida frecuentemente como justificación de determinadas actuaciones de arte urbano, no se puede negar que estas mismas actuaciones pueden acabar resultando igualmente intrusivas. Pero el caso que ahora nos ocupa es diferente. Las intervenciones de SpY no saltan a por ti, más bien esperan a que te cruces con ellas. No son un monólogo sino fruto de un diálogo, entre el artista y el entorno, entre el viandante y la pieza.

Muchos años nos separan ya de aquellos primeros noventa, cuando Los Reyes del Mambo se establecían como líderes de la aún joven escena del graffiti estatal. SpY fue sin duda uno de los mayores responsables, regalando espléndidos ejemplos de un estilo impecable en todo tipo de superficies con una solidez que todavía hoy resulta poco común. Pero ese es un capítulo que se cerró hace tiempo. SpY no reniega de sus raíces, es consciente de que el graffiti es para muchos, como fue para él, una escuela de incalculable valor, tanto artística como de vida. Y sobre todo un entrenamiento intensivo y prolongado en el ejercicio de observación del entorno urbano.

Esa es la principal herencia que trasluce en la actual obra de SpY. Cada una de sus piezas surge de la observación de ese entorno, el escenario que ha educado su sensibilidad. Si entre las cualidades de sus obras están la discrección y la capacidad de estar presentes sin ser invasivas, por cierto diametralmente opuestas a la más pura naturaleza del graffiti, aún más importante es el hecho de que tales obras son siempre producto de una actitud receptiva inmersa en un entorno que le es natural. SpY primero percibe y después propone. Si eres el tipo de espectadora o espectador que espera del arte urbano algo más que un monólogo ciego más propio de la publicidad, probablemente disfrutarás de la obra de SpY.

SpY

Experimentos de mediados de la década de 1990. Jabo o Javo es otro pseudónimo del artista.

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A mediados de la pasada década, SpY y algunos otros escritores inquietos de su círculo empezaron a sentir que el modo de expresión del graffiti tradicional se les quedaba pequeño. De modo espontáneo, y sin noticia alguna acerca de lo que ya entonces Revs y Shepard Fairey cocinaban al otro lado del atlántico, los madrileños intuyeron el potencial que ofrecían otras maneras de actuación. El denominador común de todas estas primeras manifestaciones está en la presencia del nombre del artista como elemento vertebrador. Tanto con Revs, sus carteles y su profético uso del rodillo, como con Fairey y su supuesto experimento fenomenológico, estamos hablando de nuevas maneras de hacer lo mismo: dejarse ver, el perenne objetivo del escritor de graffiti.

Los primeros experimentos de SpY y compañía no son diferentes a los casos americanos. Para un escritor lo natural es usar su nombre, y eso hizo SpY al instalar un cartel de respetables dimensiones en un muro de obra de la Gran Vía en 1995. Pero la forma simple y legible en que fue escrito el nombre deja claro el alejamiento de los planteamientos del graffiti. Desaparece el juego del estilo, ese vocabulario dirigido exclusivamente a la audiencia nativa del graffiti, y se abre el mensaje al público general. Este es el punto de inflexión que marca el paso del graffiti al arte urbano como lo conocemos ahora. La renuncia al uso exclusivo del nombre y el desarrollo de las reflexiones y diálogos que separan al escritor de graffiti del artista serían sólo cuestión de tiempo, tanto en el caso de SpY como en otros ejemplos de buen hacer urbano con raíces en el graffiti. De la relativamente breve lista de artistas con una trayectoria similar podemos nombrar al sueco Akay, rey del Pendeltåg –sistema de trenes de cercanías– junto a los primeros VIM al comenzar los noventa, autor de campañas publicitarias personales basadas en carteles al estilo de Obey o Cost-Revs en el cambio de siglo, y actualmente un sutil artista urbano que hace tiempo abandonó el uso del nombre.

Entre los primeros experimentos de SpY hay también ensayos de retoque o usurpación de mensajes comerciales u oficiales para provecho propio, ecos del détournement situacionista a la americana que desde los setenta lidera el Billboard Liberation Front, los activistas que asaltan vallas publicitarias para retocar el mensaje con el objetivo de subvertir su contenido. De nuevo muy lejos de tener consciencia de estos precedentes, los aún adolescentes SpY y compañía sólo tanteaban las infinitas posibilidades que el entorno ofrecía a sus sentidos recién liberados de la metodología del graffiti.

La serie de señales era por entonces ya bastante numerosa, y llevaba meses plácidamente instalada a lo largo y ancho de la ciudad.

Es en estas piezas donde se deja ver la actitud que, años después, da forma a la obra de SpY. En esta voluntad de mímesis, de fusión con el entorno, encontramos el eje central del trabajo del SpY adulto. Por eso no sorprende el hecho de que sus conocidas señales de tráfico no fueran siquiera percibidas por la autoridad municipal hasta que una sucesión de artículos en un popular diario gratuito hiciera sonar la voz de alarma en el Ayuntamiento. La serie de señales, que por entonces era ya bastante numerosa, y que había permanecido durante meses plácidamente instalada a lo largo y ancho de la ciudad, fue retirada de inmediato. A medida que nuevos artículos llamaban la atención sobre determinadas señales, los responsables municipales las retiraban. El caos que define tanto la ciudad de Madrid como su gestión municipal no justifica por sí solo la capacidad de pervivencia de estas señales. La sutileza de su ejecución y emplazamiento tienen sin duda una responsabilidad más directa.

Otra característica del trabajo de este madrileño es la voluntad de juego. En el caso de las piezas en que utiliza las vallas omnipresentes en Madrid –elementos que forman parte del paisaje mental del urbanita local– para formar una palabra, el artista echa mano del nombre heredado de su tiempo en el graffiti, como recurso formal. Este mecanismo le permite evitar el condicionamiento que cualquier otra palabra ejercería sobre la percepción del contenido de la obra, que en este caso no es otro que el puro juego. La intención lúdica no resta profundidad a la pieza cuando tenemos en cuenta que su verdadero desarrollo tiene lugar en la mente del espectador. Esta obra nos devuelve un objeto como la valla, cuya ubicuidad había vuelto invisible, y abre con ello otra pequeña ventana hacia una cierta activación de la conciencia, hacia un cierto despertar en la percepción del entorno. Algo necesario en una ciudad que contempla en silencio, entre otros desmanes, cómo desaparecen las fuentes, los bancos y en general las posibilidades de uso del espacio público.

Las útimas obras de SpY apuntan un alejamiento cada vez más acusado del componente formal, que ha definido su formación, hacia un modo de hacer más parco y que gira alrededor del concepto. Esta dirección salta a la vista cuando analizamos la pieza con que ha cerrado su serie de señales de tráfico. Se trata de una señal blanca, vacía de contenido, que se instaló junto a la mastodóntica bandera española levantada por el gobierno en la plaza de Colón en 2004. El no-signo David contra el super-signo Goliat. Una bonita analogía del abismo entre los administradores oficiales del espacio y el artista urbano, entre los medios ilimitados que enturbian toda capacidad de actuación y el ingenio afilado por la necesidad, entre una actitud sorda e impositiva y otra que parte de la percepción activa del entorno para proponer el diálogo.

Madrid es una ciudad que, por encima de su hostilidad esencial, o quizá en consecuencia de esta, tiene la virtud de dar, de tanto en tanto, frutos en forma de artistas cuyo único punto en común es precisamente ser del todo personales en su manera de entender el arte urbano. Desde la década iluminada de Muelle hasta casos más modernos como Sins o Eltono, me gusta ver a SpY como un buen ejemplo de esta tradición de profetas en su tierra, de solitarios románticos, que forma parte de lo bueno de esta ciudad.

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Versión corregida del artículo del mismo título publicado en Serie B, nº 15, 2007. Las imágenes aparecen por cortesía del artista.