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Conservar o no conservar el arte urbano

Javier Abarca, 5 de enero de 2016

Una breve reflexión sobre la naturaleza del arte urbano, y sobre las limitaciones de las distintas formas de conservación –la fotografía por un lado, y la conservación física de obras por otro– a la hora de preservar los aspectos más importantes de esa naturaleza.

Hace diez años asistí a una exposición en lo que hoy se conoce como Museo ICO, en Madrid. Se trataba de una retrospectiva del trabajo callejero de Keith Haring. Un argumento muy bienvenido, dado que la atención de comisarios y editores suele limitarse a la producción de estudio del artista.

Como no podía ser de otra manera, casi toda la exposición estaba formada por fotografías, además de algún vídeo. Encontré la excepción tras un último recodo: dos paneles publicitarios del metro de Nueva York con dibujos originales del artista. Los paneles habían sido desinstalados de la pared del metro, incluyendo el marco, y se conservaban en vitrinas. Son parte de la serie que hizo famoso a Haring, dibujos sobre paneles temporalmente vacíos de publicidad, tiza blanca sobre papel negro.

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Haring dibujando en el metro de Nueva York en 1983. Imagen de Tseng Kwong Chi, tomada del libro Art in transit.

De la exposición ha quedado un libro, por cierto muy recomendable. En realidad, exposición y libro son en gran medida equivalentes. Esto es así porque ambos contienen básicamente las mismas imágenes, y la fotografía de arte urbano ofrece casi los mismos valores esté en una pared o en una página. Valores, en realidad, muy limitados. Experimentar una obra de calle implica una amplia y profunda multiplicidad de dimensiones, de la cual la fotografía captura apenas una estrecha rebanada.

Aunque esté pintada o dibujada, una obra de arte urbano no es pintura ni dibujo: es, ante todo, trabajo con un contexto. El material es la propia ciudad. El resultado tiene que ver con el dónde, el cómo y el cuándo, tanto o más que con el qué. Además, las obras son objetos reales en el mundo real. Tienen una escala física determinada, que se relaciona de determinada forma con el entorno y con el espectador. Muchas se degradan poco a poco y desarrollan así una vida propia a lo largo de los días, las noches, las estaciones e incluso los años, que se entremezcla con los distintos momentos en la vida del entorno y de la gente que lo habita.

Pero, sobre todo, el trabajo de un artista urbano se reproduce en el espacio y el tiempo, se acumula y forma una red. La red hace posible la acumulación de encuentros con la obra, tanto fortuitos como buscados activamente, y proporciona así al arte urbano una dimensión que lo caracteriza, que podríamos llamar geográfica. En el proceso de escoger ubicaciones y jugar con ellas el artista toma decisiones que responden a ciertas tácticas y a cierta sensibilidad, valores que el espectador va apreciando a lo largo del tiempo. Y es aquí donde se encuentra la parte más importante del mensaje: la particular manera en que cada artista percibe, aprecia y reinterpreta la ciudad.

El efecto descontextualizador de la fotografía resulta especialmente devastador en el caso del arte urbano.

A la luz de estas ideas, el consabido efecto descontextualizador de la fotografía resulta especialmente devastador en el caso del arte urbano. No solo elimina los estímulos táctiles, olfativos y sonoros que caracterizan la escena, y por tanto caracterizan la intervención; no solo limita la percepción a un punto de vista arbitrario en el espacio y en el tiempo; no solo encuadra un fragmento arbitrario del entorno visual y desecha el resto; sino que, además, aísla la intervención de la experiencia serial de la que necesariamente forma parte.

Los paneles de Haring que contemplé en Madrid, tan definitivamente lejos de todo lo que les dio sentido, son casi equivalentes a fotografías en su incapacidad de capturar los valores esenciales de la experiencia original. Se salvan algunos aspectos más: las texturas y colores del objeto, la cualidad física de los trazos de tiza, la escala física de la intervención y con ella la proyección del cuerpo del artista, el aura del objeto real. Pero lo principal se sigue quedando por el camino.

Incluso si las obras se hubieran conservado en el mismo lugar donde se produjeron, protegidas por ejemplo con metacrilato, la descontextualización seguiría siendo radical: la situación arquitectónica, social y cultural con la que el artista trabajó ha cambiado totalmente, y el resto de obras de la red ha desaparecido.

En general, las obras de arte urbano se conciben como efímeras, de modo que conservarlas contradice su esencia, y contradice la intención del artista. Es habitual encontrar quien prefiere ver cómo una obra vive su fin natural, sea el que sea, a ver cómo esa misma obra es separada de su contexto y congelada en el tiempo. Sin embargo, como aficionado al arte urbano, no puedo negar que me sentí afortunado al encontrarme con los paneles de Haring. Y como estudioso del tema sé que, pese a todas sus limitaciones, este tipo de artefactos son útiles para la historia.

La duda estaría entonces en el criterio a seguir a la hora de decidir qué obras conservar. El modelo más respetuoso se limitaría a trabajar con obras cuya destrucción sea segura e inminente, de modo que la interferencia en su vida natural sea mínima. Un segundo conflicto surge al considerar quién sufraga la conservación. El modelo más coherente sería probablemente uno público, que incluyera la exposición permanente y gratuita de la obra. Por ahora, sin embargo, la mayoría de iniciativas de conservación en este campo provienen de intereses privados puramente especulativos.

Texto aparecido originalmente en Mural nº2, publicado en diciembre de 2015 por el Observatorio de arte urbano.